En 2002 fue una sorpresa cuando un coronavirus responsable del síndrome respiratorio agudo grave (SARS), comenzó a expandirse desde el sur de China, alcanzó a 17 países, causó más de 8.000 infectados y dejó 800 muertos, además de un costo para la economía global de USD 40.000 millones. Pero a aquella primera epidemia global le siguieron otras, y la reacción del mundo fue idéntica.
“Nos sorprendimos en 2009 cuando una nueva cepa de gripe, la H1N1 o gripe A, surgió en México y causó pánico en el mundo entero. Nos sorprendimos en 2014 cuando el virus del ebola causó un brote en tres países de África occidental, con casi 30.000 casos y más de 11.000 muertes. Y aquí estamos ahora, enfrentando el nuevo coronavirus, al borde de convertirse en una pandemia global”, escribieron en Time Michael T. Osterholm, director del Centro de Investigaciones Infecciosas de la Universidad de Minnesota, y Mark Olshaker, escritor y documentalista, coautores de Deadliest Enemy: Our War Against Killer Germs (Enemigo mortal: nuestra guerra contra los gérmenes asesinos).
Osterholm y Olshaker se manifestaron sorprendidos por la sorpresa, ya que en realidad los países “no se preparan para defender las enfermedades infecciosas del mismo modo que hacen con otras amenazas a la seguridad nacional”.
Con ellos coincidió Tom Frieden, ex director del Centro para el Control y la Prevención de las Enfermedades (CDC) de los Estados Unidos, quien observó sobre la expansión del COVID-19 desde Wuhan al mundo, con más de 42.600 personas infectadas en China y 1.016 muertos: “Estamos viviendo las consecuencias de no haber estado preparados para la siguiente gran epidemia”, escribió en The Washington Post. “Si actuamos ahora, podemos prevenir o reducir las epidemias futuras y salvar millones de vidas. La pregunta no es si surgirá otra pandemia, sino cuándo”.
Aunque la medicina derrotó enfermedades como la viruela y la polio, y la prevención de cuadros contagiosos ha reducido la propagación de virus como el VIH o la hepatitis B, “desde 1970 se han descubierto más de 1.500 nuevos agentes patógenos”, recordó Bloomberg Businessweek: “Los científicos pueden terminar con el coronavirus, pero la guerra de la humanidad contra las epidemias no tiene fin”. Y, como advirtió la Organización Mundial de la Salud (OMS), “las epidemias del siglo XXI se difunden más rápido y más lejos que nunca: los brotes que antes eran localizados ahora se pueden volver globales muy velozmente”.
La naturaleza va a la delantera, subrayaron Osterholm y Olshaker, y se aprovecha de los elementos de la vida moderna como los viajes en avión, las grandes ciudades y la interconexión global para extender su alcance. “¿Consideraríamos declarar una guerra y sólo luego ordenar portaaviones y demás sistemas de armamento para la lucha?”, preguntaron. “Y sin embargo, así es como solemos proceder con las vacunas y los tratamientos medicinales para epidemias potenciales”.
Bill Gates, cuya fundación invierte mucho en salud pública, usó en un discurso de 2018 la misma comparación: “El mundo necesita prepararse para una pandemia con la misma seriedad que se prepara para la guerra”.
No se trata solamente de evitar la pérdida de vidas o el sufrimiento de una enfermedad: también hay efectos derivados de segundo y tercer nivel que pueden trastocar por completo un mundo globalizado, donde la cadena de producción industrial, y por cierto la producción de alimentos, siempre se puede cortar por el eslabón más débil. “Hemos creado un mundo interconectado, dinámicamente cambiante, que brinda oportunidades innumerables a los microbios”, dijo a Bloomberg Richard Hatchett, titular de la Coalición para Innovar la Preparación contra las Epidemias (CEPI). “Si existe debilidad en un lugar, hay debilidad en todos los lugares”.
Un problema adicional son los antibióticos que revolucionaron el cuidado de la salud en el siglo XX, que por su uso excesivo o por la respuesta evolutiva de muchos microorganismos han perdido eficacia. Así, mientras surgían nuevas amenazas globales, como el síndrome respiratorio del Medio Oriente (MERS), también se repetían enfermedades antiguas como la tuberculosis, el cólera y la fiebre amarilla.
“El mundo desarrollado tiene la capacidad científica para mejorar la bioseguridad global”, destacó Bloomberg. Reconoció, también, que de hecho ha habido grandes progresos en la circulación de información y la tecnología de secuencia genética. “Lo que falta es un enfoque para el largo plazo”, indicó. “Con cada nuevo brote llegan el pánico global y una solución momentánea”, y tras la crisis, el olvido. “No estamos ni cerca de hallarnos preparados para una verdadera pandemia, como ocurriría si la mortal gripe aviar mutara para volverse más transmisible entre humanos”.
Para Osterholm y Olshaker se trata de “una falta de inversión y de voluntad pública”. Los gobiernos, observaron, necesitan hacer “inversiones proactivas y prolongadas en agentes farmacológicos, equipamiento médico, suministros e investigación básica”. El universo privado no alcanza, ya que las empresas se concentran en la investigación de drogas que tengan un margen mayor de ganancias, como las que tratan el cáncer. “Básicamente, no hay incentivos para las grandes multinacionales”, dijo a Bloomberg Thomas Breuer, director médico de la unidad de vacunas de GlaxoSmithKline. “La financiación de largo plazo de estas cosas no se puede dejar completamente sobre los hombros de empresas como GSK”. La compañía, dio como ejemplo, entregó la licencia de su promisoria vacuna contra la tuberculosis al Instituto de Investigaciones Médicas Bill & Melinda Gates.
Además de intervenir en el campo, “de manera similar a la financiación del Departamento de Defensa a los fabricantes de armas para las necesidades críticas de la seguridad nacional”, Bloomberg apuntó a la necesidad de “cerrar o regular mucho los mercados de alimentos donde animales vivos y su carne recién sacrificada y sin envolver se mezclan en una multitud de compradores”, como el de Wuhan. La razón es contundente: “Casi el 70% de todos los agentes patógenos identificados en los últimos 50 años son de origen animal”.
La publicación mencionó también la utilidad de gestionar mejor la cría de animales para el consumo humano, para evitar el abuso de antibióticos que contribuyen al surgimiento de bacterias resistentes, y la de identificar los microbios antes de que sean un problema. “Si se hacen más análisis en pacientes con síntomas sospechosos, podríamos tener una idea mejor de los patógenos que rondan por ahí”, citó a Amesh Adalja, del Centro para la Seguridad Sanitaria de la Universidad Johns Hopkins.
Cuando Frieden dejó el CDC, en 2017, participó en el lanzamiento de Resolve to Save Lives, una fundación que se dedica a las epidemias. Allí cooperó con un análisis de la preparación para un brote en 195 países, el Índice de Seguridad Sanitaria Global (GHSI), realizado por Johns Hopkins y la Iniciativa contra la Amenaza Nuclear (NTI). Los resultados, publicados en octubre de 2019, revelaron un mundo “fundamentalmente débil”.
Sólo nueve países superaron los 70 puntos necesarios para ser considerados preparados, y el puntaje promedio fue de 40,2 en una escala de cero a 100.
Los más preparados son: Estados Unidos (83,5), Reino Unido (77,9), Holanda (75,6), Australia (75,5), Canadá (75,3), Tailandia (73,2), Suecia (72,1), Dinamarca (70,4), Corea del Sur (70,2) y Finlandia (68,7). Y los menos preparados, Gabón (20), Siria (19,9) Kiribati (19,2), Yemen (18,5), Islas Marshall (18,2), Santo Tomé y Príncipe (17,7), Corea del Norte (17,5), Somalia (16,6) y Guinea Ecuatorial (16,2).
América Latina quedó en un rango intermedio, con los mejores cinco puntajes para Brasil (59,7), Argentina (58,6), Chile (58,3), México (57,6) y Ecuador (50,1).
“En este momento no sabemos hasta qué punto el brote del coronavirus será grave”, escribió Frieden en el Post, “ni si podría haber sido prevenido”. Pero sí se sabe algo importante, enfatizó: “No estamos haciendo lo que hace falta para prevenir el siguiente desastre sanitario”.
Osterholm y Olshaker, por su parte, propusieron que la crisis del COVID-19 se considere un caso de prueba, ya que no parece la crisis mayor. “La Grande”, especularon, “probablemente será una pandemia global de influenza del orden de la terriblemente letal de 1918, sólo que en un mundo con tres veces la población de entonces, cientos de millones de humanos y animales huéspedes viviendo uno junto al otro, megaciudades pobres que son potenciales polvorines y viajes a cualquier lugar en tiempos mucho más breves que el periodo de incubación de un virus”.