De inmediato se accionaron los cuidados colectivos, quienes podían ver le limpiaban la cara con limón y bicarbonato a quienes no podían. Pasta de dientes bajo los ojos, barbijos blancos que se repartían como caramelos; una ráfaga de perdigones convirtió el canto de “Chile despertó” o “Piñera ya se fue” en un pedido a voz en cuello llamando médicos. Pero ni siquiera así hubo dispersión: había quienes volvían a avanzar, persistentes, con las manos en alto. Y cuando tenían que protegerse de la agresión uniformada, venían más, con sus remeras de sindicatos, con las banderas mapuches, con las denuncias que recorrían un arco de demandas que van desde el acceso a la salud, la educación, el hartazgo por el endeudamiento colectivo y el abuso; siempre el abuso, esa demanda moral que se fraguó en la calle.

Lo que siguió fueron horas de gases y disparos contra barricadas y baile callejero. Porque es verdad, no es la rabia frente a la ruptura de un estado de cosas en las que las elites mandan y el pueblo aguanta lo que agita a las cacerolas, las consignas, los cantos, la rebelión. Es sobre todo la fuerza de estar inventado otras formas de convivencia que hasta ahora no pudo ser domesticada por el miedo. “Este carnaval rebelde no se va a apagar”, decía un hombre que bailaba con la música que salía de las ventanas de la sede del sindicato de la industria, sobre la avenida Santa Rosa.

Sin embargo, el tiempo corre y lo cierto es que no hay información oficial sobre las cifras de la represión. Desde el INDH hablan de 35 desaparecidos y desaparecidas, más de 200 personas heridas, 18 muertes. El gobierno, a la mañana, había declarado 2500 detenciones. El toque de queda cae otra vez sobre la mayor parte de Chile. En Santiago empezó anoche a las 22. Diez minutos después de esa hora, mientras se cierra esta crónica, el sonido de las cacerolas se sigue escuchando, muy lejos del centro, muy cerca de una crisis que todavía no tiene salida a la vista.