Las experiencias traumáticas tienen severas consecuencias en el desarrollo. Afirman que es necesario reeducar a los padres para proteger a chicas y chicos.
Recuerdo muy claramente esa tarde que me quedé a cargo del grupo de karate en la academia, siendo estudiante de psicología aún. Eran chicos de 8 a 15 años aproximadamente, y como los grupos se arman según la jerarquía en la práctica (más avanzados adelante, cinturones blancos y bajos más atrás), Luisito había quedado muy cerca de la puerta de salida.
No fue muy afortunada esa ubicación ya que su padre, que solía acercarse a las clases, estaba allí. La política de la academia era permitir que cualquier persona observara la práctica. El padre de Luis lo hacía regularmente. Venía con overol, seguramente salía de su trabajo a ese horario, pero además un perfume a alcohol lo envolvía siempre y sus ojitos rojos lo delataban.
Se sentaba con las piernas abiertas y los brazos cruzados, como si estuviera en un banquillo acusatorio. No pasaba mucho tiempo hasta que comenzaba a maltratar con indicaciones a su hijo: que levantá más la pierna, que gritá fuerte cuando tires un golpe, que esto y aquello. El pequeño de 8 años comenzaba a temblar cuando lo sentía cerca. Yo había captado eso varias semanas atrás, pero ese día, a cargo de la clase, una fuerza me hizo acercarme al hombre y desear tomarlo del cuello y ajusticiarlo. Pero no. Me detuve. Lo miré con firmeza y nada más. El pensamiento de que eso sólo incrementaría el dolor del pequeño y exacerbaría el maltrato privado al que seguramente era sometido, me hizo desistir.
Una encerrona trágica: un niño que sufre maltrato emocional pero poco para hacer desde una humilde posición como la que esa tarde me tocaba asumir.