“¡Yo te cubro!”, le gritó a su compañero en medio del fuego británico y las explosiones.
El sargento primero Mateo Antonio Sbert pudo ver, esa helada mañana del 31 de mayo de 1982, que Medina había sido alcanzado por las esquirlas de una granada y que el impacto de un proyectil en una de sus piernas le había sacado parte del peroné. Sordo y aturdido por la granada, casi sin poder moverse, el soldado seguía disparando. Y, quizás sin saberlo, se convertía en blanco de los ingleses.
Fue entonces que gritó por sobre el sonido de los M72 LAW antitanque y de los fusiles lanzagranadas M-79, que lo cubría, que se arrastrara hasta la zanja donde estaban sus camaradas, que abandonara el puesto ovejero de Top Malo House donde se habían refugiado la noche anterior que en esa dramática hora se incendiaba y cubría de humo negro el campo de batalla.
No la vio venir. O quizás sí. Pero no tuvo tiempo de reaccionar. La granada explotó a metros de Sbert. La onda expansiva tiró su cuerpo hacia atrás con violencia. “Estaba intacto, la explosión lo había destrozado por dentro, murió defendiendo a sus camaradas y le salvó la vida a Medina”, recordó conmovido su superior y amigo de años, el entonces capitán José Verseci, hoy teniente coronel (R).
Mateo Sbert había nacido en San Pedro, provincia de Buenos Aires, tenía 33 años, tres hijos y una esposa, Yurhema Elisa Sibona, que lo había despedido con amor y la promesa de volver, solo ocho días antes de que cayera cubriendo a sus compañeros.
La noche del 28 de mayo los comandos habían recibido la orden adentrarse 40 kilómetros delante de la primera línea de batalla argentina para informar sobre el desembarco de los ingleses en San Carlos.
En dos helicópteros, que volaron al ras del piso para evitar radares, los soldados llegaron al pie del monte Simons. Allí, ascendieron con dificultad y desde la cima pudieron informar de un corredor de helicópteros enemigos que divisaban.
Esa noche nevó. Durmieron sobre la turba. En la madrugada del 30 de mayo, Sbert junto a los 12 hombres de elite, emprendieron el difícil regreso. Tomaron rumbo hacia Fitz Roy, a 25 kilómetros al sur de Puerto Argentino, donde estaba la sección nacional más próxima. Ya oscurecía cuando cruzaron el arroyo Malo. Empapados hasta la cintura, helados, divisaron un puesto ovejero. El capitán Verseci tomó la decisión de hacer un alto y refugiarse en la casa de chapa y madera.
“Fue un error guarecernos allí, pero mis hombres tenían principio de congelamiento en los pies, podía perder a mi gente”, admitió años más tarde el ex jefe de los comandos.
A la mañana siguiente, cuando apenas aclaraba, alguien alertó: “¡Ingleses! ¡Ahí vienen!”. Los marines británicos se acercaban. El teniente Ernesto Espinosa se quedó en el primer piso de la casa haciendo fuego contra el enemigo para permitir que sus compañeros abandonaran el refugio. Una granada lo mató y el galpón comenzó a incendiarse. No pudieron rescatar su cuerpo.
En ese instante Sbert disparó entre las explosiones para que Medina pudiera alcanzar la zanja donde los soldados argentinos daban batalla. Minutos después, que parecieron eternos, su cuerpo quedó tendido en la turba cubierta de nieve.
“Turco, ¿que me hiciste?”, se arrodilló Verseci junto a su amigo muerto, cuando todo había terminado y los ingleses los habían hecho prisioneros. “Turco, Turco…”.
Los diecinueve marines del Cuadro de Guerra para el Comando de Montaña y el Ártico, comandados por el capitán Rod Boswell, mantuvieron posición firme y de respeto ante la desgarrante escena.
“Después de interrogarnos me vinieron a buscar para enterrar a Sbert”, recordó Verseci años más tarde. El cuerpo del sargento ya estaba en la bolsa mortuoria. Lo llevaron hasta el exterior de un edificio que alguna vez había sido un frigorífico, y donde ya había algunas cruces, y lo enterraron con honores militares.
“Llevo esa cruz conmigo, es un dolor muy grande que nunca se me ha ido. Estuvimos juntos durante ocho años en el Ejército, éramos amigos más allá de las jerarquías. Mateo fue voluntario a las islas, quería ir a pelear, pero yo lo elegí dentro de mi grupo comando para que me acompañara. Quizás si no lo hubiera elegido él andaría caminando por las calles con nosotros. El dolor de perder a uno de tus hombre solo se supera con el de la muerte de un hijo”, confesó el teniente coronel en una entrevista radial.
Verseci enterró a su amigo, pero luego de la rendición argentina, el 14 de junio de 1982, los ingleses recogieron los cuerpos de los campos de batalla y construyeron el cementerio argentino en Darwin. El encargado de esa difícil tarea fue el hoy coronel Geoffrey Cardozo.
Sbert hasta hoy era uno de los 122 soldados que no habían podido ser identificados durante 36 años. Yacían bajo una placa que rezaba Soldado Argentino solo Conocido por Dios. Pero su hijo Maximiliano, que siguió la carrera militar en el cuerpo de Ingenieros, se sumó a las familias que dieron una muestra de sangre en el marco del Plan Proyecto Humanitario para devolverle el nombre a su padre. La causa impulsada por el veterano Julio Aro, con el trabajo y apoyo de esta periodista de Infobae y el músico inglés Roger Waters, permitió hasta hoy identificar 102 soldados caídos durante la guerrade Malvinas.
En el Espacio de la Memoria, miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense, personal de la secretaría de Derechos Humanos y del Centro Ulloa, le informaron a la familia que el cuerpo del héroe descansa en Darwin en la tumba D.A.4.10.
“Estuve con el hijo de Sbert, Maximiliano. Fue un encuentro muy emotivo, una satisfacción haberlo conocido y entregarle desde el Estado una respuesta sobre su padre. Estamos poniendo el Estado al servicio de la gente. Esa es nuestra misión y la vocación que inspira a este plan humanitario”, dijo el secretario Claudio Avruj luego de la notificación.
Pero la del sargento mayor (post mortem) Mateo Sbert no es solo una gran historia de guerra y heroísmo, es también una gran historia de amor.
Veinte años después de Malvinas, un joven militar tocó el timbre de la casa del comandante Verseci. Cuando el teniente coronel abrió la puerta vio a un muchacho grandote, con profundos ojos oscuros, que le extendió la mano y le dijo: “Soy el hijo de Sbert”.
“Maximiliano era el hijo del Turco, era comando como yo y estaba haciendo un curso en Campo de Mayo”, rememoró Verseci.
Al regresar de la guerra había visitado a la viuda y los hijos de su comando, y con dolor les había relatado cómo murió combatiendo. Los más pequeños apenas pudieron comprender el heroísmo de su padre, pero Maximiliano se mantuvo atento y en silencio al lado de su madre.
Los años pasaron, y los traslados y el destino hizo que las familias, que se habían hecho amigas, ya no volvieran a verse. Hasta que el timbre sonó esa tarde en la casa de los Verseci.
Sbert había recibido la condecoración “La Nación Argentina al Heroico Valor en Combate”, que su hijo guardaba como un tesoro, junto a una esquela que le había dejado el teniente coronel con una cita de Unamuno y una dedicatoria: “‘Vivir se debe la vida, de tal suerte que viva quede en la muerte’. Con el profundo cariño de un padre. José Vercesi, ex Jefe de la 1ra Sección de la Compañía de Comandos 602”.
Con el paso del tiempo Maximiliano necesitó conocer las islas. Viajó para pisar el lugar de la batalla. Mientras el viento de Top Malo House le golpeaba la cara, guardó en una pequeña bolsa de plástico un poco de la turba, allí donde su padre había derramado su sangre por la patria.
Al regresar, visitó nuevamente a Verseci: quería compartir con él la experiencia de ese viaje que lo había movilizado. El destino quiso que en medio de esas conmovedoras charlas, Maximiliano se encontrara con María Gracia -“Chachi” para todos-, una de las hijas del teniente coronel.
“Era la rebelde, la que cuestionaba mi profesión porque sentía que yo había sufrido mucho en la guerra -recordó el militar-, pero fue quien se ofreció a acompañar a Maxi para hacer paseos por la ciudad”.
La guerra los unía, como hijos de ex combatientes sentían que las esquirlas que habían alcanzado a sus padres -en el cuerpo o en el alma- también habían lastimado a sus familias.
Maximiliano Sbert y María Gracia Verseci se confesaron el sufrimiento que la guerra les había ocasionado. Y quizás fue el saber que el otro comprendía ese dolor lo que los hizo inseparables. Después, sin esperarlo, llegó el amor. La oscuridad no puede expulsar a la oscuridad; sólo la luz puede hacer eso, dijo Martin Luther King. Y así fue: el dolor no podía expulsar al dolor, solo el amor podía hacerlo. Ellos se enamoraron.
“¡Mi hija con el hijo de Mateo! Mi amigo era un hombre honrado, leal y valiente -se emocionó el hombre que comandó al heroico soldado Sbert-. Y nuestras familias volvieron a estar juntas para siempre“.