Cuanto más intensa es una relación, más difícil es terminarla. La leyanda de Manacor ha tejido algo más que una historia de amor con la Ciudad de la Luz, un idilio que comenzó en 2005 y que el mallorquín se niega a dar por terminada pese a los síntomas que invitan a pensar que no tiene más recorrido. Tras la eliminación olímpica, en la que puede ser la última vez que pise como jugador la tierra batida francesa, dos días después de haber bordeado la humillación a manos de Novak Djokovic en el singles, Nadal ha dejado caer que su despedida está cerca, aunque a sus 38 años se niega a pronunciar la palabra adiós.
El español se limitó a avanzar al centro de la pista, a levantar los brazos y mover una mano en forma de adiós y a abandonar el estadio con un golpe de Alcaraz en un hombro, una palmada que pareció significar algo más que un simple gesto amistoso. Entre los aplausos del público, el mismo que le ha acompañado en los últimos años en París, más enfervorizado en este torneo olímpico que sonaba a epílogo encubierto, se despidió sin saber si será un adiós o un hasta pronto. Sobre eso, por ahora, silencio.
Un contraste con el bullicio que rodea cada paso que da en el recinto donde ganó catorce Roland Garros, el lugar que le ha convertido en mito, certificado con una estatua que saluda al espectador que se adentra en el templo de la tierra batida. De la capital gala al cielo, siempre nos quedará París, porque París no se acaba nunca, La Ciudad de la Luz era una fiesta, Nadal le parisien...
:quality(85)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/infobae/PTFRCIPK45FAFMUQKDUPVPQJNM.jpg%20420w)
El español Rafa Nadal tras perder ante los estadounidenses Austin Krajicek y Rajee Ram en los cuartos de final de dobles masculinos de tenis de los Juegos Olímpicos de París 2024, en el complejo de tenis Roland Garros de París. EFE/ Juanjo Martín
Rafa se mueve como un parisino más y por eso la ciudad le otorgó un papel central en la ceremonia de inauguración; y su presencia no desentonó al lado de los ídolos locales, recibiendo la antorcha de manos de Zinedine Zidane, uno de los personajes más queridos por los franceses. Fue la salida a una relación que se ha ido construyendo con los años, con los éxitos deportivos, pero también con una manera de ser, una humildad y un culto al esfuerzo que le han abierto un lugar en el corazón de los franceses.
Así han aprendido a adorar a un jugador que acogieron con recelo cuando con 17 años aterrizó en París con aspecto de guerrero para establecer una hegemonía que acabó convirtiéndose en una de las mayores proezas del deporte. Tan largo ha sido su reinado, que son muchos los espectadores que recorren los pasillos de Roland Garros que no recuerdan el torneo sin Rafa.
París ha bailado al ritmo de su raqueta y la ciudad se ha acostumbrado a la melodía se sus triunfos, sus pocas derrotas, sus ausencias y su retórica de la entrega casi trágica. Y como si el público intuyera lo que él no quiere confirmar, sus apariciones en Roland Garros y en el torneo olímpico han sido homenajes improvisados, aplausos permanentes, ánimos desaforados. La última oportunidad de aplaudir al ídolo, de rendirle tributo. Allí forjó su leyenda y París ha querido siempre reconocérselo.