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Murió Amadeo Carrizo, uno de los más grandes arqueros del fútbol argentino, tenía 93 años

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Es uno de los ídolos de River y defendió los colores de la Selección. Debutó en 1945 y se retiró en 1970. Fue uno de los precursores en el puesto.

River, y con mucho mayor motivo después de la conquista de su cuarta Copa Libertadores en el Bernabéu, tiene unos cuántos nombres en su Olimpo (Gallardo fue el más reciente en alcanzar esa dimensión). Amadeo Raúl Carrizo, que murió este viernes a los 93 años, es infaltable en esa lista. Pero su categoría dentro del fútbol argentino -y aún en el internacional- va mucho más allá. El hombre que custodió el arco de River por más de dos décadas, ininterrumpidamente, está considerado junto a uno de sus sucesores, Ubaldo Fillol, como los más grandes arqueros surgidos de nuestra tierra. Y ambos, cada uno en su época y en su estilo, y en una categoría que también podría incluir a Hugo Orlando Gatti (que fue suplente de Amadeo en River y luego superstar de un Boca campeón) fueron mucho más: precursores. Así lo definió alguna vez César Luis Menotti: “Antes los equipos jugaban con diez jugadores y un arquero. A partir de Carrizo, y luego Fillol y Gatti, el fútbol se juega con once jugadores, uno de los cuales puede tomar la pelota con la mano”.

En esas categorías de precursor (marcando el rumbo de generaciones siguientes), ídolo (como muy pocos en la historia riverplatense) y en su increíble vigencia (¿quién imagina hoy un futbolista, aún arquero, por dos décadas en un equipo grande?) se puede sintetizar parte de la colosal campaña de Amadeo. Pero hay mucho más, y está fundamentada en su personalidad noble, querible, en aquellos dibujos que repartía como autógrafos a la multitud de admiradores, en su sencillez, en esa sabiduría -en lo suyo- extendida hasta sus últimos días. En su prestancia y en su elegancia, que hasta lo convirtió en modelo de Ante Garmaz. En un hombre que paseaba toda esa grandeza, ya pasados los novena años y le revelaba a La Nación que el único secreto para llegar entero a esa edad era… “tomar vino tinto”.

Carrizo venía de una ciudad santafesina muy ligada a los afectos riverplatenses, Rufino. Allí había nacido Bernabé Ferreyra, el temible goleador en los albores del profesionalismo. Carrizo, hijo de un operario del ferrocarril Pacífico, comenzó desde chico a participar en competencias locales y su referente en el arco fue Sócrates Cieri quien, tras militar en el club Matienzo, llegaría a equipos profesionales como San Lorenzo y Gimnasia.

Con apenas 16 años, Carrizo ya era el arquero titular del BAP, que ganó la liga local en 1942. Allí su padre, Manuel, le pidió al jefe de la seccional local del Pacífico, Héctor Berra, una carta de recomendación para que Amadeo se probara en River. Berra tenía contactos: destacado atleta (finalista olímpico del salto en largo en Los Angeles 1932) había representado al club “millonario” y conocía bien al mítico Peucelle, ahora a cargo del “reclutamiento” y de las divisiones menores.

Carrizo fue inmediatamente aprobado y se radicó en Buenos Aires, en Villa Devoto (donde ya estaban sus tíos). Y allí pasó toda su vida, allí conoció a su mujer Ilia, allí se casaron en 1951.

El debut oficial en Primera se produjo del 6 de mayo de 1945, un 2-1 de visitantes contra el equipo del cual era hincha: Independiente. “Debuté contra mis ídolos, De la Mata y Erico”, recordó. Carrizo ya había integrado una Reserva excepcional (incluía a Néstor Rossi y Di Stéfano), campeona el año anterior. Comenzó a alternar con los titulares, era una de las épocas más gloriosas de River, la de La Máquina: “El fútbol me dio la posibilidad de ver a La Máquina desde adentro. Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau, eran la perfección con un estilo de juego en una época donde no existían la preparación física ni las marcas actuales”.

Carrizo fue titular definitivo desde 1948 y totalizó seis títulos (1945, 1952, 1953, 1955, 1956 y 1957), actuando en más de 550 partidos. En cuatro de esas temporadas tuvo asistencia perfecta. En 1968 mantuvo su valla invicta por 769 minutos consecutivos, hasta que Bianchi pudo marcarle un gol. Poco después, el Tano Antonio Roma consiguió arrebatarle la marca. Pero ese mismo año, era el final en River. “Kent como presidente y Labruna como DT ya no me querían allí”, lamentó. Lo hicieron ingresar en el segundo tiempo contra Vélez por la lesión de Gironacci -aquel famoso partido en el Viejo Gasómetro donde Nimo no cobró el penal de Gallo- y cuyo empate proyectó al equipo de Liniers a la final, y a River a otra frustración. “Me dejaron libre, me fui llorando de la sede de River en el centro hasta mi casa. Creo que no merecía ese trato”, expresó.

Jugó algunos amistosos para Alianza Lima y después firmó para Millonarios de Bogotá, donde jugó dos temporadas, para retirarse definitivamente a los 44 años. Aceptó dirigir a los colombianos, en su primera experiencia como DT, y también lo hizo en Deportivo Armenio, en el ascenso local (1973 y 1974), pero no reincidió en esa función.

Amadeo, una leyenda.

Amadeo, una leyenda.

Carrizo había marcado una época como un pionero. Desde la estética hasta la técnica del arquero. Fue el que impuso la modalidad de atajar con guantes, algo que le había aconsejado el italiano Giovanni Viola. Su nuevo estilo e ra salir a cortar jugadas con los pies, amortiguar una pelota con el pecho, lanzar contraataques. Hoy parece habitual en cualquier arquero, en su época era revolucionario. Pero, más allá del estilo, Carrizo aportaba personalidad y seguridad, requisitos insustituibles para un arquero. Explicaba: “Mi estilo no fue un capricho, sino que había razones para tenerla. River siempre iba al ataque y obligaba a que el arquero también jugara adelantado”.

Campeón con River, fue convocado para la Selección, pero pasó allí uno de sus momentos más tristes, le tocó atajar en el “desastre de Suecia” (aquel 1-6 con Checoslovaquia, la eliminación y el largo período de bajón de nuestros equipos nacionales). “Hacía mucho que la Argentina no jugaba nada importante, no teníamos amistosos con ningún equipo europeo, estábamos ajenos a lo que pasaba”, contó. Sufrió mucho por aquellas críticas y recién aceptó otra convocatoria para la Copa de las Naciones, en Brasil (1964), donde tuvo su reivindicación en el 3-0 ante los locales, en el penal que le atajó a Gerson y en el único título importante para la Argentina por aquellos tiempos.

Dos años después, cuando River protagonizó su primera final de Copa Libertadores (cayó 2-4 en el desempate ante Peñarol en Santiago), sufrió nuevos cuestionamientos, al parar alguna pelota con el pecho. Quedó, en el tiempo, como una anécdota y parte del folclore futbolero. Lo mismo que sus duelos con Boca, bien picantes desde la gambeta a “Pipino”Borello en 1954 y, una década más tarde, en las burlas a las que Amadeo fue sometido por un implacable goleador como Paulo Valentim y un endiablado gambeteador como Rojitas.

“Los hinchas de Boca me hacían la vida imposible desde aquella gambeta. Y por la rivalidad en los clásicos, por supuesto. Pero con Borello todo terminó bien y después estuve en su partido de homenaje”, contó. Amadeo no tuvo ese partido -algo que lamentó- pero sí el reconocimiento de River en las últimas décadas, con una platea que lleva su nombre en el Monumental y con el nombramiento como presidente honorario, por gestión de D’Onofrio. También Rufino erigió una estatua en homenaje a uno de sus hijos ilustres. Y el nombre de Amadeo Raúl Carrizo, tantas veces vitoreado por las multitudes en las canchas, queda ligado a la más gloriosa historia del fútbol argentino.

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