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Los riesgos de seguir mirando sin ver ya están en exhibición Por Ariel Robert

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Al menos como discretos habitantes de nuestra propia historia, deberíamos formularnos algunas preguntas, para que cuando otros nos ofrezcan propuestas, desde una postulación o desde un ámbito público de poder, esas ideas funcionen como respuestas a nuestros propios interrogantes, y puedan saciar aquellas inquietudes políticas que nos resulten relevantes.
Los baches pueden desaparecer de diversas maneras. Rellenándolos con lo primero que se pueda, cuyo remedo será efímero; con sólidos materiales y de manera eficiente – algo que demanda decisión, recursos y algunas incomodidades– pero también dinamitando lo que quedaba alrededor del bache, que es mucho más extenso y duradero que el hueco que estamos sufriendo. Y el padecimiento es mayor, básicamente porque lo advertimos y dimensionamos su profundidad sólo después de atravesarlo involuntariamente.
Bien podemos trazar una analogía de las calles, avenidas y rutas con lo que viene ocurriendo en materia de medios de comunicación en Argentina, debido a las decisiones gubernamentales. Se concentra tanto el discurso en señalar el fastidioso pozo heredado que, en vez de darle una solución, se amplía el perímetro, se degrada lo que estaba consolidado, con suerte se disimula, pero en vez de contar con el necesario pavimento, el camino resulta hoy y cada vez más pedregoso que lo que sería naturalmente sin la intervención del hombre. La polvareda suspendida en el aire nos estaría impidiendo ver, inclusive, el propio bache. Pero además, el humo con que se calienta el asfalto, tampoco nos deja ver el canal que nos es pertinente y útil. O sea, una mirada impuesta sobre otra realidad, ajena, distante e inmodificable.
Con la admisión de problemas en su articulado y aceptando severos defectos en su reglamentación y escasas imposibilidades en la aplicación de algunas exigencias, la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual, ha sido la ley más discutida en la historia argentina. Aunque pudiera sonar exagerada esta adjetivación, cabe repasar que para su proyecto definitorio, luego de 21 puntos iniciales que inspiraron su formulación, la construcción de esta norma contó con la opinión de especialistas y de personas en su condición de espectadores inertes. Intervinieron ciudadanos de las 24 provincias de nuestro país –algo que le da un casi inédito carácter federal–, participaron organizaciones del tercer sector, cámaras empresariales, técnicos, idóneos, hacedores, productores, periodistas, locutores, operadores, líderes sociales, representantes de colectivos étnicos, religiosos, de género, profesionales, para llegar con enorme masa crítica a su tratamiento en el Congreso de la Nación. Sin dudas, antecedentes para que además de ser un cuerpo legal sustancioso estuviese impregnada de inusual legitimidad.
El decreto de necesidad y urgencia 267 de 2016, que reduce los alcances de esta ley promulgada siete años antes, desnuda también parte de la actuación política de nuestros representantes en ambas cámaras. Aunque podemos observar que las muy proclamadas renovaciones no se condicen con la reiteración de nombres ni sujetos, la abrumadora aprobación que consiguió sancionarla no tuvo correlato similar al momento de oponerse al decreto que suprimía gran parte de su esencia, y que además produjo la fusión de dos institutos que la regulaban. Este decreto es el que da origen al actual Ente Nacional de Comunicaciones (Enacom), que sustituye no sólo al organismo autárquico que dio origen la Ley 26.522 (AFSCA), sino también al de Argentina Digital (AFTIC).
Ojalá esto hubiese servido como reducción en gastos improductivos. Al poco de andar, podemos ver que se orientó al modelo “antinómico y anómico” que nos destaca. Una reversión prebendaria. Lo que antes fue sesgado para perjudicar a un actor potente e incómodo, ahora lo es para beneficiarlo de modo grosero, pero con consecuencias peligrosas. Aquellos que debieron cumplir e hicieron ingentes esfuerzos invirtiendo, mejorando, adaptándose, capacitándose al nuevo modelo de gestión comunicacional –me refiero a los actores de menor capacidad–, pero también los otros actores de gran peso, los que para adecuarse se desprendieron de activos, transfirieron licencias y achicaron sus expectativas, simple y sencillamente: aguántensela por cumplidores en un país que premia lo contrario.
Quizás esto se interprete como algo sectorial, pero no lo es. Luego podremos discutir sobre el aspecto ideológico. Si la comunicación y la información son sinónimos o no. Si acaso admite un tratamiento como mercancía o es, como personalmente considero, un derecho universal; ahora deberíamos dirigir la mirada a lo que es, lisa y llanamente, una amenaza a la soberanía comunicacional e informativa. Y aunque no es un asunto inaugural, ya que en el gobierno anterior promovió también la concentración de lo satelital y la ley omitió derechos regionales, lo que puede ocurrir ahora es de una gravedad más que significativa, crucial.
La concentración que se promueve hoy con lo que llaman “ley corta” es caldo propicio para la desaparición de servicios informativos locales.
Permitir la asociación y fusión de megaempresas de comunicación, que dominan –como hemos visto hace pocos días con el tema de Facebook– los datos personales, pero que además ingresan a nuestros hogares a través de toda pantalla y artefacto encendido, sin ninguna restricción y sin ningún concepto indispensable de soberanía, tiene consecuencias profundas y perennes. Por eso es que no hay Nación que se precie de tal y que abandone su potestad al arbitrio y negocio de los grandes operadores extranjeros.
Algunas consideraciones sobre una decisión de este cariz y magnitud. Además de afectar el trabajo y la producción audiovisual de cada región, de cada provincia y de la Argentina en general, que resiente la ya actividad económica y laboral, esto acentúa la invisibilidad de los actos de corrupción de los que ocupan eventualmente los Estados. Posibilita maquillar la actualidad con números que nadie considera serios. Promueve la concentración comercial y, volviendo al tema de los baches, sólo podrá conocerse alguno en Miami –porque allá también se caen los puentes y hay algunas calles en mal estado– aunque los tapen rápidamente con un novedoso lente en la cámara que evita baches de transmisión.
Medio siglo atrás, el intelectual y muy divertido canadiense Marshall McLuhan, desde su ensayo Comprender los medios de comunicación: las extensiones del ser humano, asumía que, como en el mito griego de Narciso, podemos llegar a confundir el reflejo que nos devuelve el agua (en este caso, los medios) con el de otra persona, distinta a nosotros. Y al revés, considerar que eso, que funciona como réplica nuestra, somos nosotros.
Si no lo impedimos, si no dialogamos con nuestros representantes y consideramos la importancia de la información a tiempo, tarde nos vamos a enterar de que no tenemos nada para coger de la nevera y podremos quedar incrustados eternamente en un bache, en una de nuestras muchas perforadas calles, sin que algún canal dé cuenta de lo que ocurrió en una lejana carretera de un país que alguna vez se llamó Argentina.

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