En estos días en que los economistas y consultoras privadas e internacionales se debaten sobre si “lo peor está por venir”, o “lo peor ya pasó”, se completó la difusión de los datos de inflación, tanto para el consumidor (IPC), con 5,4% respecto de septiembre, como para el sector productor y comercio al por mayor, 3 por ciento. A la par, la cotización del dólar pasó de un pico de $41,89 a $36,98: entre los extremos de los dos últimos meses, bajó 11,7 por ciento.
A partir de ahí, surge la inquietud de por qué los precios no bajan: suben cuando se dispara el dólar, y siguen aumentando cuando el tipo de cambio de cambio retrocede. El mejor ejemplo es el valor de la nafta y el diésel para los autos y motos.
La principal explicación es que el movimiento brusco del tipo de cambio no se traslada rápidamente a todos los precios de la economía de bienes y servicios, sino principalmente a los vinculados con la importación y exportación, en particular en el caso del Índice de Precios al Por Mayor del Indec que mide el comportamiento de las cotizaciones de los bienes que se comercializan con el resto del mundo.
Por el contrario, en el caso de la inflación, como se define a la variación del valor de la canasta de consumo de las familias, que incluye bienes y servicios no transables, como es el caso de la educación, el transporte, alquiler y mantenimiento de la vivienda, entre muchos otros, el efecto de la devaluación es notablemente más atenuado, aunque significativo, pero gravita con mayor intensidad sobre la capacidad de compra con salarios que quedan rápidamente rezagados.
Un ejercicio simple como fijar un punto de partida con un valor hipotético de 100 para el promedio de precios de la economía, a nivel consumidor y mayorista, y también para la cotización del dólar al cierre de diciembre de 2016, revela que esos tres indicadores se movieron casi parejos en los siguientes siete meses, aunque con algunos baches que hacían pensar en “atraso cambiario y pérdida de competitividad exportadora”, que luego se repitió hacia diciembre de 2017 cuando el Gobierno decidió “recalibrar” la meta de inflación.
Pero el cuadro se alteró a partir del segundo cuatrimestre de este año cuando se conjugaron datos más negativos respecto de los esperados sobre las cosechas con un escenario de mayor tensión comercial y financiera en los mercados internacionales, y se extendió durante todo ese período y septiembre, que llevaron a registrar una brecha entre el tipo de cambio y la inflación de hasta 94 puntos; y más de 60 puntos en el índice de precios mayoristas.
El acuerdo ampliado con el FMI a fines de septiembre, junto a la decisión de acelerar el ajuste fiscal, aunque nuevamente más concentrado en la suba de impuestos que en la poda del gasto en la burocracia estatal, y el apretón monetario que llevó las tasas de interés de referencia a más de 70% anual, posibilitaron un rápido recorte de esas brechas de 40 puntos.
A una semana del cierre de noviembre se observa que el tipo de cambio apenas subió 0,7%, mientras que el consenso de los economistas anticipa que la inflación a nivel consumidor se desacelerará a un rango cercano a 3%, y los precios mayoristas podrían incluso subir bastante menos.
En caso de confirmarse esos parámetros se advertirá que una proximidad al punto de resistencia da mayor apreciación cambiaria, desde el pico devaluatorio de septiembre, aunque es la tentación para algunos políticos que quieren una más rápida desinflación basada más en atajos para volver a apreciar el peso, que en acciones concretas destinadas a elevar la productividad de la economía y más aún la pobre eficiencia del Estado.
Un tipo de cambio robusto y competitivo es lo que muchos economistas recomiendan para que no solo sean sustentables los primeros indicios de repunte de las exportaciones y recorte de las importaciones, sino también para alentar la inversión productiva, más rápido por parte de quienes creen que el Gobierno podrá extender su mandato en 2019, y más lento, por parte de quienes prevén un cambio de rumbo.