Las chicas se visten, se maquillan, preparan sus mochilas (con útiles y una muda más de ropa con uniforme escolar) y salen al encuentro de sus compañeros. Mi última recomendación: “No apagues el teléfono y si podes envíame una foto para saber cómo va la fiesta”. Me mira algo odiosa y me sube el pulgar, como asintiendo.
Nos acostamos. El padre se duerme de inmediato, la mayoría de los hombres tienen esa facilidad. Empiezo a recorrer portales de noticias, ya estoy leyendo los de España. Arranco una serie, pero no puedo concentrarme. A la 1.30 AM, abro el WhatsApp y le escribo: ¿Qué onda la fiesta? Ella responde cortito de nuevo: “Re bien el salón”.
Redoblo la apuesta: “¿No tendrás sueño? Avisame cuando esté terminando, que voy a buscarte y volvés a desayunar a casa”
Mi hija: “Ya pagué el desayuno. Después nos llevan en micro al colegio”.
Me duermo unas horas, vuelvo a desvelarme, miro el teléfono. Nadie ha escrito. Pienso si llevarán cinco horas bailando, si hubo algún incidente, pelea, chicos descompuestos por beber alcohol (se supone que estaba prohibido, pero algunos llevaron) y todo lo posible que ocurre en un boliche.
Empieza a amanecer. Escribo por última vez en el WhatsApp de Avi: “Si en el colegio te da sueño o no te sentís bien, puedo ir a buscarte”.
Silencio de 30 minutos. Suena un mensaje. Es un video: “Más de 100 chicos caminan por las veredas de la avenida San Martín, la principal de la ciudad de Mendoza. Son los futuros egresados 2020. Van cantando y saltando, están eufóricos y aparentemente sobrios”. Respiro profundo y leo: “Todo bien mamá, estamos entrando al colegio”.