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Adiós a la privacidad otra vez: se viene el sistema de reconocimiento facial en las calles

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Ahora que el contador Diego Santilli anunció que se utilizará un sistema de reconocimiento facial para la detección de delincuentes “con pedido de captura” y que el mismo entrará en vigencia en tan sólo unos días –23 de abril–, vale la pena aclarar algunas cosas. Antes que nada, entiendo el jolgorio y la algarabía de quienes celebran cualquier medida que contribuya a la disminución del crimen, pero cualquier medida puede convertirse en una medida peligrosa.

“Es sólo para aquellas personas que están siendo buscadas por la Justicia”, aseguró Diego Santilli en su exposición ante el Primer Congreso Internacional sobre Delito Transnacional. Una medida espectacularmente bienvenida en una ciudad que no tiene policías, porque el sistema de identificación facial a través de una cámara callejera requiere que el ciudadano a detener se encuentre, precisamente, en la calle. Y todos sabemos que no hay mejor lugar para que un policía nos haga sentir su presencia que la calle. El problema radica en que, en el afán de identificar a uno, nos identificarán a todos. No hay forma de que así no sea desde el momento que nuestra foto se encuentra en un pasaporte o documento nacional de identidad –creado bajo el amparo de la Ley de Identificación, Registro y Clasificación del Potencial Humano de la Nación bajo la dictadura de Onganía y que no existe en todos los países del mundo– y desde el momento mismo en que, para poder reconocer un rostro, hay que revisar todos.

Siempre puede ser peor. Hace tan sólo un mes, la ministro de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, contaba que, si fuera por ella, el registro de ADN debería ser para todos los habitantes de la Argentina y no tan sólo para quienes hayan delinquido. Hubo que explicar que el ADN no es la huella dactilar del siglo XXI, que la tecnología no siempre es buena y, fundamentalmente, que toda medida invasiva que permitimos “porque el gobernante nos cae simpático” es una puerta abierta a su uso de parte de un futuro gobernante despótico,en un país con tan poca memoria que cree que el pasado nunca podría volver a ocurrir.

En Gales, en mayo del año pasado, la Policía quiso probar el sistema de detección facial en un partido de fútbol. El resultado fue desastroso: 92% de falsos positivos. Imaginemos que casi 10 de cada 10 personas podrían ser detenidas. Sin embargo, el efecto provocado por el sistema de reconocimiento facial masivo en China hace que a cualquier autoridad se le haga agua la boca: en el gigante asiático, con 1.339 millones de habitantes, cuenta con 176 millones de cámaras y un registro de identificación facial que monitorea absolutamente todo y, hasta ahora, “sólo fue utilizado para capturar delincuentes”. Nadie tiene en cuenta que en China no gobierna precisamente una democracia y que ser opositor al régimen es un delito que se pena con prisión, si se tiene suerte. Una prueba más de que la tecnología deja de ser una buena herramienta en las manos equivocadas.

Lo curioso es que cuando políticas similares son aplicadas por otros signos políticos, la reacción es más fácil, más directa. No debería atemorizarnos las simpatías políticas: una mala idea no tiene color. En 2011 el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner lanzaba el SIBIOS, Sistema Federal de Identificación Biométrica para la Seguridad. Algunos pusimos el grito en el cielo, otros lo justificaron, pero nada pasó. Ni siquiera hubo una reacción cuando el entonces ministro Florencio Randazzo firmó un acuerdo de colaboración para “implementar más tecnología biométrica” en bases de datos con la potencia internacional de los derechos humanos: Cuba.

La tasa de criminalidad de la ciudad de Buenos Aires se encuentra en niveles anteriores a la creación de la Policía Metropolitana allá por 2008. Podría tratarse de un dato meramente estadístico si no fuera por un detalle que no es menor: en 2016 la ciudad de Buenos Aires recibió el traspaso de la Superintendencia de Seguridad Metropolitana de la Policía Federal. O sea, todas las comisarías, agentes, oficiales y presupuesto correspondiente. El Jefe de Gobierno porteño presentaría esa suma de oficiales de policía como un logro de su gestión luego de dar un largo listado de bondades en materia de seguridad que hizo que uno se pregunte para qué desplazó al ministro anterior si hizo todo bien. Todo esto fue ante la legislatura porteña presidida por el mismo hombre que ahora oficia de ministro de Seguridad sin dejar de ser vicejefe de Gobierno.

Sí, los porteños somos de darnos todos los gustos y tenemos al frente de una fuerza del Poder Ejecutivo al presidente del Poder Legislativo. Y como somos de empacharnos, no pusimos a cualquiera al frente de la seguridad: elegimos un contador público. Podríamos haber optado por un licenciado en Ciencias de la Seguridad, un abogado, un ex miembro de las fuerzas de seguridad, todo dependiendo de qué esperamos de nuestra policía. Bueno, no sabemos qué espera el jefe de Gobierno, pero puso a un contador.

El problema en materia de seguridad siempre es la prevención, algo que en Buenos Aires nos acostumbramos a que no exista hace años. Miles de cámaras por todos lados y ninguna sirve para otra cosa que para cobrar multas. ¿Quién las monitorea? Cada vez que se comete un hecho delictivo el fiscal pide a las autoridades la remisión de las cámaras y, casualmente, allí está registrado el hecho delictivo. ¿Nadie pudo verlo? ¿Para que tenemos las cámaras si no podemos evitar que un ciudadano que pagó por ellas pase un momento espantoso? ¿Para identificar la cara de un motochorro que usa casco? Bueno, ahora se les dará un nuevo uso.

No faltará quien venga a decir que “quien nada oculta nada teme”. Permítanme decir de antemano que el que nada oculta tiene una vida aburridísima pero, más allá de eso, de mi vida muestro lo que quiero y a quien quiero. Del mismo modo que en las redes sociales elijo qué mostrar y qué no, el Estado no tiene por qué saber si me gusta comer, qué hago los sábados a la noche con cinco personas entrando a un bar, con quién me junto ni cada cuánto lo hago. Del mismo modo, no quiero que mañana tenga que presentarme ante la AFIP para explicar cómo es que terminé comiendo en Puerto Madero si mi sueldo no alcanza para pagar un sánguche de bondiola en la Costanera. ¿Emboqué las cuatro cifras a la cabeza de la nocturna nacional? ¿Me regalaron una cena por mi cumpleaños? ¿Soy amigo del dueño? ¿Qué te importa? Y si así y todo creemos que hay peores monstruos que la AFIP, deberíamos tener presente que en este país se ha llegado a hackear a la mismísima ministro de Seguridad. Imaginemos que todos los datos recolectados son sustraídos por cualquier persona con ganas de joder y hacerse de unos pesitos extorsionando.

Antes nos reíamos para no llorar de que quienes vivíamos tras las rejas éramos los ciudadanos “de bien”. Ahora podemos modernizarlo: los que no cometemos delitos salimos a la calle con pasamontañas para que no nos jodan. ¿Tan difícil es que un policía detenga a un delincuente en vez de decirle a una víctima “sí, ya sé quien fue, porque lo vi robar varias veces hoy”? Me pasó a mí, no me lo contaron. Tampoco es tan difícil que los policías asignados a las paradas en esquinas estén en esas esquinas y no tomando café dentro del bar. Lo veo todas las noches, no me lo contaron. Mucho menos es difícil encontrar a alguien que tenga idea de cómo funciona una fuerza de seguridad.

Siempre es bueno recordar que lo que ayer fue delito hoy no lo es y mañana puede volver a serlo. ¿Seguimos dejando herramientas para que a la desgracia de un déspota tengamos que sumarle que tiene todo servido para hacer lo que quiera? Nadie tiene la suerte comprada. Tampoco los países.

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